La calle era de todos
Hubo un tiempo en Poblenou que la sirena de las fábricas regulaba la vida de todos. A las doce sonaba una, con tanta fuerza que hacía disparar a los pájaros, a las dos otra que indicaba la entrada del segundo turno, a las seis otra que anunciaba la salida y a las diez de la noche la de los trabajadores nocturnos. Las sirenas marcaban el ritmo del barrio. La vida de Poblenou dependía de ellas, unas para dormir otras para comenzar el día. La guerra tuvo sus propias sirenas, pero estas eran diferentes, sonaban a cualquier hora y había que refugiarse donde fuera.
Cuando el anciano horchatero llegó a Poblenou le dijeron que no hacía mucho tiempo las casas del barrio tenían el alma ancha y las paredes se estiraban para alojar a padres, hijos solteros y casados, nietos y algún familiar que iba llegando de diferentes lugares de España, especialmente de Valencia. Vivían en plantas bajas y el barrio tenía mucho espacio libre, tanto que donde no se construía se sembraba. Cuando recién comenzaba a respirar el siglo veinte calle y casa eran lo mismo, esto de adentro y afuera vino después, porque en esa época entraban y salían los parientes y vecinos como si todos fueran una gran familia. Los niños del barrio nacían en la botiga o en la casa y luego de mayores muchos iban al Pere Vila, así es como varias generaciones aprendieron en esa escuela que el mundo era más grande que Poblenou. Aunque el barrio lo era todo, en las buenas y las malas. Poblenou quería decir fábrica, familia, trabajo, amores y los sueños que se construían mirando ese mar inmenso que muchos atravesaban para volar más alto que las gaviotas. También quería decir pesadilla cuando en tiempos de guerra desde el mar llegaban las bombas y su olor a muerte. Si lo sabrá el horchatero Tío Che, cuando aquél mediodía la horchatería de la calle Wadras voló por los aires, una desgracia que tuvo su compensación. Esa bomba que hizo puntería en su casa los trajo a la esquina de la felicidad, a la esquina más bonita del mundo donde siempre quieren estar, lo dice el horchatero y ve tu a llevarle la contraria.
¿Alguien recuerda la Cremà del Ninot? En aquél tiempo los vecinos iban por todo el barrio buscando género para vestir al Ninot con toda la elegancia. Guantes, zapatos, corbata, camisa, pantalón impecable, chaqueta, y cuando estaba guapísimo ¡Ala! ¡Al fuego! ¿Y las fiestas de San Joan? Noche de baile, de compartir la coca y la mesa con la comunidad porque todo Dios cabía en la mesa de los vecinos, bienvenidos los de esta calle, y los que vengan!

Churro media manga
La calle era de todos. Los niños los principales ocupantes, aunque a algunas horas la compartían con algún carro con caballos o la tartana que traía la leche, puerta a puerta. Dicen que a principios de siglo el redoble de los caballos y las sirenas eran los ruidos que alteraban esa vida tranquila de barrio de las afueras de la ciudad y que daba la espalda al mar.
Una vez le explicaron al Tío Che, que por el Bogatell, en unos campos cerca de La Vanguardia hicieron unas costilladas sobre unas planchas en la acera, que desde lejos se veían crepitar las llamas de los troncos y el humo de la barbacoa. Amigos de toda la vida, en este barrio donde no pasaban demasiadas cosas, más que la vida misma, muchos se conocían jugando en la calle al churro, mediamanga, mangotero y terminaban en el registro civil. Los hijos de esos niños volvían a jugar los mismos juegos de sus padres, y una de las grandes diversiones era mirar por las ventanas de la fábrica de chocolates Amatller y pedir chocolate. Ya se sabía, los chocolates defectuosos hacían más dulces todavía las tardes de estos niños de Poblenou. El día que la fábrica se fue los niños no hallaron consuelo. Ni los columpios que hacían con cuerdas podían arrancarles una sonrisa, los árboles viejos del barrio dan fe de lo que significó el traslado de Amatller. El barrio se quedó sin ese aroma a chocolate y los niños tuvieron que renunciar a sus ataques de gula chocolatera.
El Tío Che recuerda a esos mismos niños cuando venían a buscar a la horchatería las almendras envueltas en cucuruchos de papel o un pequeño helado al corte y después a la plaza, uno de los baluartes de la infancia feliz del Poblenou.
La primavera los encontraba trepados a las moreras, sus hojas serían las cunas de los gusanos de seda. Se subían como podían y bajaban con cara de estar en una misión importante. Verdaderos tesoros de niños que tuvieron la dicha de vivir a la suya en aquél barrio infinito de campos, casas y barraquitas para vino donde hacían el obligado copeo los conductores de los carruajes y daban el agua a sus sedientos caballos. A principios de ese siglo el atardecer era triste, eso no se puede negar. Pocas casas tenían luz y la tarde de invierno tenía un color amarillo ambarino de las velas de la cerería de la calle Rocamora, y un olor raro a carburo y aceite de candiles. Antes de la noche llegaba a cada esquina el señor con las llaves para encender los fanales, y era la hora de entrar a casa, donde sólo ese aroma a sopa caliente devolvía la alegría.
“Cuando se nos antojaba, allí uno tocaba el acordeón, el otro tocaba… pues la radio, o lo que fuera; y había un señor que tenía un bar que se llamaba la Gloria, tocaba muy bien el violín, muy muy bien. Y el señor cogía y estaba feliz, el señor Antonio desengrasaba el violín, y lo tenías sentado allí tocando el violín y los otros bailando”.
Para algunos era la hora de ir al bar. Recuerda el horchatero uno que se llamaba la Conxa, parece que muy famoso donde vendían el vino a granel de bota a un real el litro. Otro era El Bar La Curva, también desaparecido, entre Marroc y Marqués de Santa Isabel, donde comían muchos trabajadores y también en el bar Paco’s que estaba dentro de Can Ricart. Había un restaurante emblemático, el Martinet, se fundó como café, parece que allí se celebraron reuniones clandestinas con la presencia de políticos como Tarradellas o Companys. En el pasaje que llevaba a la entrada de Can Ricart estaba el bar La Riba, o 1 x 2, también desaparecido. Había un bar de los Arboles, también llamado el de los maños, el bar de los Pajaritos, el bar Juanito. Al bar no iba ninguna mujer sola, entraban para comprar la leche, un refresco o un litro de vino. Pero en aquellos tiempos las mujeres tenían sólo derecho al trabajo.
Han pasado los años, la ciudad no es la misma, y el barrio cambió definitivamente. Sin embargo cuando sales a disfrutar del sol una mañana de domingo te asalta esa efervescente amistad en las calles que no viene de ahora, como si algo subterráneo continuara de esos días de casas abiertas donde se compartía generosamente hasta lo que no había.
Consulta: Historia y vida cotidiana de Icaria, de Concha Doncell Rasillo, Barcelona 1988.
Rastros de rostros en un prado rojo (y negro), de Pere López Sánchez
Barcelona, ciutat de fàbriques , Mercè Tatjer i Mir.