¿A qué jugaban los niños de Poblenou?

Los juegos que jugamos
Los juegos de los niños de Poblenou en los años cuarenta, cincuenta y sesenta iban de calle, de tebeos, de alguna ida al cine, o de fútbol y rayuelas interminables. Mientras las abuelas escuchaban ensimismadas programas como el Consultorio de Elena Francis, los niños se divertían a sus anchas en un barrio abierto, bastante gris, casi sin coches, con olor a fábricas, pero infinito. Los límites no existían para estos niños que jugaban cerca del mar. Porque quien decía mar decía barro, barracas, espaldas de la ciudad y también
libertad. El horchatero recuerda los juegos de hojalata. Y también cuando salió el primer juguete de plástico: El Arre Caballito, por 1952. No tenían el peso que aquellos de metal, pero eran novedosos, y duraban más. Tiempos de peonzas de madera, de canicas, de llorar en el cine con Lili, o de querer imitar a Gina Llollobrigida o Burt Lancaster en la peli Trapecio, del churro media manga. Fans a muerte de Gabi, Fofó y Miliki, y de los chicles Bazooka, esa goma rosada que hacía globos y nos maravillaba, aunque nos dejara la cara paralizada de tanto soplar y mascar. Nos encantaban los minicars de Angulplas, y Coyote, El cuervo en la pradera, también Pulgarcito, Dumbo, y el Pescador moderno. Uolaaa! Una fiesta era jugar a la carrera de sacos, la comba era de cada día, o discutir por las chapas, ¿recordáis como las tirábamos en la arena? Tiempo después, por los sesenta, flipábamos con los sobres, dentro encontrábamos sorpresas de todo tipo: animales, soldaditos, tractores, vaqueros , carretas. ¿Quién recuerda el comedor de las muñecas de Montaplex, o las muñecas Famosa? ¡Hasta con gafas! ¡Y qué monas! Y los Scalextrix, que no todos tenían, pero qué ilusión jugar con una pista de aquellas. ¿O los juguetes con accesorios de Madelman, allá por los sesenta? Pero había otros juegos más rotundos que dejaron huellas imborrables: La rotonda de Poblenou era un lugar donde las piedras estaban a la orden del día. En los años cincuenta, cuenta Toni López, nacido en la Aliança, que el dueño de la sastrería que estaba antes en el local de la horchatería recibía la furia de los niños traducida en proyectiles y, sin querer, manifestada contra sus vidrios. El pobre sastre era blanco de cuanta piedra volaba por allí.

La guerra de los botones
Según Enric March, en la revista digital Bereshit (no es textual) en las zonas limítrofes del Poblenou, Can Tunis, el Besos, durante la post guerra eran lugares de nadie, sólo los niños se apropiaban porque pasaban el día en la calle y los descampados, sin control de los adultos. Era un espacio libre, de juego y también de peleas, los niños de una calle contra los de la otra, atrincherados sobre un montículo de arena, y disparándose lo que hubiera a mano para marcar territorio. Los unos contra los otros, sin causa aparente, con ganchos de cortinas y ballestas de madera, con piedras. El momento más interesante del día era cuando el proyectil caía en el vidrio de alguna tienda o alguna casa. Ahí se acababa todo, intervenían los padres que debían pagar el daño, y el niño quedaba confinado en casa durante unos cuantos días. Los jóvenes de principio de siglo hacían una guerra con armas verdaderas y estos niños con piedras y otros objetos contundentes. Parece que esto de apelar a las piedras viene desde el siglo XIX cuando los niños del Raval, jugaban fuera de murallas a las francas pedradas. En el Borne, todavía huertos y campos vacíos, llegaron a ser verdaderas guerras de guerrillas, según Daniel Cortijo. Parece ser que en la edad media dos bandos se batían con piedras frente a la catedral, en 1669, según Albert García Espuche, quien afirma que el origen de esta salvajada viene de las estudiantinas cuando dos bandos se arrojaban naranjas, y cuando la contundencia no era la esperada , pues, venga, a las piedras.
El horchatero recuerda que cuando llegó al barrio los niños venían solos a la horchatería a buscar sus chuches, sus helados pequeños de corte, que iban de casa en casa, que las puertas estaban abiertas, en un barrio donde todos sabían de todos, como ocurre en las mejores familias. El horchatero centenario de Poblenou a veces siente nostalgia de ese barrio desaparecido, lleno de dificultades, a veces intransitable, barrio de barro, barrio de madres y padres siempre cansados, barrio de pasajes estrechos sin demasiado sol, que gracias a la imaginación sin barreras de estos niños se transformaba en lo más parecido al paraíso.