En más de un siglo se conocen muchas historias

santetComo el árbol con quien comparte esquina, el horchatero ha oído miles de historias. Las que más añora son aquellas de los niños de la calle Taulat que iban de excursión diaria al cementerio de Poblenou. Allí entre mausoleos se repartían consignas de algún juego en esa ciudad solitaria “amurallada, habitada sólo por muertos y con los guardianes que alojaban en la portería como únicos seres vivos” según dijo Hans Christian Andersen, autor de la Sirenita y El Patito Feo en 1862, durante una visita por Barcelona y al Cementerio de Poblenou.

La joven del beso

El horchatero los veía, los niños se preparaban con palos, seguramente para hacer alguna batalla sin más testigos que las frías esculturas, si es que eran de verdad, de piedra. Los más imaginativos decían que si las mirabas durante un rato, hablaban. Una en especial, cada día y a la misma hora: La jóven reclinada, le reclamaba a la muerte la vida que le había robado con un beso. Sí, la que se llama el Beso de la Muerte. Nunca sabremos la verdad, ellos tampoco, porque a los

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niños a veces se les confunde la realidad con la fantasía. A casi todos. reducidapoblenoucemenPero si había un lugar que les fascinaba ese era el del Santet. Cuánta gente venía a hablar con este joven que a los 22 años se fue de este mundo y que hacía milagros grandes, grandes. También era invisible, pero eso no importaba a sus seguidores. Sólo se trataba de pedirle por ejemplo que la Mireya, la chica más guapa del instituto los mirara, o que la pelota apareciera, que papá consiguiera trabajo, o que la yaya se pusiera buena. Todo lo concedía. Así lo decía la gente y ellos lo creían, porque cada día había más y más papeles en la urna del Santet, pidiéndole uno y mil favores y cientos de flores dándole las gracias. El Santet protegía a los niños de Poblenou, ellos lo creían así y con eso bastaba. Y a juzgar por la cantidad de fieles que traían réplicas de partes

afectadas de sus cuerpos, fotos, flores, juguetes, y cosas por demás insólitas el Santet cumplía, a quien se le acercara con una necesidad, “pero no deben estar relacionadas con el dinero, deben estar escritas en un trozo de papel y uno debe alejarse por el lado derecho de la tumba sin mirar atrás”, así dicen quienes saben. El Santet, se llamaba Francesc Canals y Ambrós, comenzó a trabajar muy joven en las tiendas El siglo, versión catalana de Harrods. Su sueldo, que no era significativo, siempre iba a parar en gran parte a personas con dificultades. Sus compañeras lo recuerdan como una gran persona, impecable, que vivía para dar servicio a los demás. Además tenía percepciones extrasensoriales, anticipó la fecha de su muerte, hijo de un padre ciego vaticinó que volvería a ver. Y dicho y hecho, el día que el Santet se fue, su padre recuperó la visión. Ayudaba con sus oraciones a mujeres que querían embarazarse a cumplir su sueño, y sabía aquellas cosas que nadie podía imaginar. Dicen que cuando falleció depositaron la tumba en el tercer piso, un lugar incómodo para las visitas, pero como la piedra se resquebrajaba sin más, y aunque no se crea, del interior salía una luz, al decir de los devotos, debieron bajarla a la planta baja. La colaboración de uno de sus fieles sufragó el traslado y a partir de ese momento sí que el Santet podía seguir repartiendo sus favores sin más frenos que la falta de fe de algún curioso que venía pero no creía, porque la fe mueve montañas, ya lo sabemos.

Los niños creen en los milagros

Santet de Poblenou

Santet de Poblenou

Ese niño que vivía en la plaza La Llana de la Ribera un día vio entre llamas la tienda el Siglo de las Ramblas. Asustado comentó a sus compañeros de trabajo su visión, hasta explicó la forma del incendio y por dónde comenzaba. 33 años más tarde el incendio se produjo tal y como su predicción, atónitos quienes en su momento no dieron demasiada importancia a sus palabras, pasaron a formar filas de su hueste de fieles seguidores agradecidos. Esos niños libres de Poblenou que repartían su tiempo libre entre jugar con las redes de los pescadores en la playa, entrar y salir de un mar aceitoso y oscuro, darle a las piedras para ser como los adultos y las visitas al Cementerio de Poblenou ya no están. Ahora los mausoleos que hizo erguir la burguesía bienestante por mitad de 1800 para que nadie olvide su poder, la Muerte se ríe, son visitados por legiones de personas que por las noches y entre antorchas y silencio hacen una visita guiada por una viuda; los recibe el alma de una burguesa de 1780, la del obispo que hizo construir el cementerio, la del arquitecto Ginesi, autor del proyecto inicial- división del terreno igualitario- y el alma urbana una castañera de toda la vida que cuenta su vida mientras regala castañas. Y como es lógico, la visita termina venerando en silencio al Santet, Francesc Canals y Ambrós, los visitantes dicen que entre el cielo y la tierra pasan cosan. El horchatero centenario dice que nunca se sabe…