
La bailaora de fuego
El horchatero centenario la recuerda. Cuando la horchatería estaba en la Barceloneta se contaban historias de esa niña que bailaba endemoniada frente al mar, la que nació en una barraca del Somorrostro y llegó a trabajar bajo la dirección de Orson Welles, y a compartir cartelera con Marlon
Brando, Clark Gable, Greta Garbo. De quien Charles Chaplin dijo: “Es un volcán alumbrado por soberbios resplandores de música española”.
Bailó para el presidente de Estados Unidos de América Roosevelt y la reina de Inglaterra, “dos reinas juntas” dijo la prensa. El horchatero la recuerda de adulta con su bata blanca de cola larguísima, esa gitanilla que imitaba en su danza al vaivén de las olas del mar y su furia cuando de repente se estrellaba contra las barracas del Somorrostro. Esa niña que hacía tronar las manos contra una mesa imitando el ruido de los trenes cuando pasaban por los railes de su barrio. Esa gitanilla delgadísima de mirada profunda y misteriosa que bailaba con la misma pasión para sus gitanos como para el público de Hollywood o del Carnegie Hall que la aplaudía de pie, en los años ‘40. Carmen Amaya no sabe cuándo nació pero cree que en 1918, aquí muy cerca de nosotros, donde hoy está la Villa Olímpica. Hija de El Chino, un guitarrista que tocaba para los guiris en unos tablaos trasnochados a ver si llevaba algo de pan para la casa. A los diez años era su socia, Carmen, bailaora intuitiva, única, indescriptible. Respondía a los acordes con sensibilidad felina: “De pronto, un brinco, y la gitanilla baila. Alma. Alma pura. Es sentimiento hecho carne” dijo de ella el crítico Sebastià Gasch. -Carmen Amaya era una niña como tantas del Somorrostro- dice Alfredo Cánovas, ex teniente alcalde en tiempos de Porcioles; -Yo jugaba con ella en la calle Andrea Doria, antes Alegría y antes Cementerio. Allí había un taller que se llamaba Miguel Corbeto, sobraba un lugar bastante grande donde se instaló una tribu de gitanos, la suya, y recuerdo haber visto bailar a Carmen en un merendero El Quita Penas. Su hermano se llamaba Juanele, el otro, Toño, y su padre El Chino, el guitarrista. La salida al Somorrostro era por Andrés Doria, por allí íbamos a la playa donde también solía verla bailar. Ella no podía parar de bailar. Era la danza misma. Su vida íntima transcurría en los carros gitanos pero de día venía a la Barceloneta a jugar con nosotros. Le hice una foto el día que se inauguró la estatua en su homenaje. Era delgada, enjuta, más bien fea que guapa, muy nerviosa, inquieta-. Su taconeo enloquecía. Y su ondular de caderas y la sonoridad de sus dedos. Y su fuerza que parecía brotar del corazón de la tierra la llevaron a bailar en los escenarios más importantes del mundo. Mario Bois, crítico de arte dice que “tenía algo de pavoroso, a la vez peligroso y atractivo, como el fuego”. Durante la Exposición Universal de 1929 bailó ante el rey Alfonso XIII, el jefe de protocolo de la Casa Real le recordó que se debía tratar de Majestad al rey. Pero ella, tan sencilla como genial al verlo le soltó sin más: “Va por usted, señor Rey”. Desde ese día la amistad entre ellos fue sólida y de admiración mutua. Esta mujer rompió con todos los moldes del flamenco, sus técnicas se imitaron muchas veces pero su duende no. Hasta hoy no ha sido igualada, por nadie, nunca.

La primera bailaora con pantalones
El anciano horchatero de Poblenou dice que cuando va por la playa las madrugadas de luna llena suelen aparecer chispas sobre la playa. Cree que a lo lejos se escucha una guitarra y un cajón y que la arena parece bailar enardecida.