
El horchatero bordea el río
Es hora de regresar a casa, se dice el horchatero centenario de Poblenou. Bordea el río, se despide de la ermita que conmemora el milagro de los peces, mientras juega con unos granos de chufa que lleva en su morral. Cuánto le gusta la huerta, la patria de las chufas y las horchatas.
Ya vio cómo se secaban las chufas y escuchó las historias de los secadores, conversó con sus colegas, los horchateros de Alboraya y volvió a sentir el orgullo de haber escogido los mejores frutos, los con nombre y apellido, esos de denominación de origen, que se eligen uno a uno, con cuidado. Costumbres de horchatero apasionado. Quisiera que su horchata esté al lado de la huerta, donde se siente el aroma del campo, donde la chufa respira. Le fascina ver las cestas llenas de ese minúsculo tubérculo cuando brilla, ya limpio, listo para ser horchata.
Y sin embargo, cuenta los días para volver a su esquina, a la rotonda más concurrida y feliz de Poblenou. A esa horchatería donde cada mañana llega “el equipo”, ese grupo sonriente de colaboradores que quieren su trabajo tanto como a la horchata y a los clientes. Donde llegan los amigos de otros lados, los de toda la vida, los de alguna vez, los de los días de fiesta.
Porque, se pregunta, qué sería de él sin la Rosa de la calle Llull que trae los gemelos el sábado por la mañana y se desesperan en la barra, sin la sonrisa grande de la Anna que se sienta al sol con una leche merengada, del David, el que no se separa de su libro y trae alguna anécdota del barrio. Sin los amigos del Eix, y sus grandes ideas, sin la Sonia que pronto tendrá su niño y Tere le dará su horchata, o la señora de la tienda de la calle Taulat que hace un alto con su nieta, después de la guardería. Qué sería de él sin sentir la alegría del chirriar de la persiana, para abrir o para cerrar. Porque las dos cosas son buenas cuando se trabaja mucho.
Qué sería de él sin esa esquina donde cada generación fue haciendo lo suyo. Unos con su fuerza de pionero, Joan y Josefa, alicantinos de raíz profunda y sueños altos, Pere Joan y Jerónima, él para los grandes negocios, y ella, el pilar. La que lavaba, limpiaba, colaba, trituraba y hacía la horchata a mano. La que batía los helados, la que comenzaba el día en la ventana de la tienda y lo acababa, casi a la hora de abrirla de nuevo. Qué sería de él sin el pragmatismo de Alfonso, inteligente y emprendedor como pocos y de Maruja, la que estaba en los pequeños y grandes detalles sin saltearse ni un día de la semana. Y de las ganas de hacer de Alfonso, un maestro de los sabores. El que pone el toque de magia a los helados artesanales, las horchatas y chocolates junto a Pepe, Irene y Natalia. Y de las buenas manos de Tere, la que despacha una horchata, la que abraza a un niño, la que está en todas partes, la de la sonrisa plena de tanto enamorarse de Poblenou.
Ha llegado la hora de volver a su esquina, a su gente, a sus horchatas. En ciento dos años de hacer siempre lo mismo uno se encariña.