En la horchatería centenaria cada cambio de estación trae nuevos aromas, sabores y colores. Otoño es chocolate. Son trufas, rellenos de frutas, trozos de almendras, nueces, castañas y baños especiados que abren los sentidos. En el obrador el ritmo cambia. El chocolate requiere dejar las prisas del verano con la urgencia de las horchatas, helados y granizados que impone el intenso calor. En verano el obrador es ruido, en otoño, silencio.
El chocolate pide serenidad. Hay que respetar sus tiempos y esperar su proceso: de sólido a líquido, de líquido a menos líquido, y nuevamente, a sólido. Mientras la crema va adquiriendo densidad, hay tiempo para imaginar formas, combinar un concierto de notas de sabores distintos, y de embriagarse con esa magia que produce nomás verlo en sus transformaciones. Cada bombón es hijo de una larga preparación hasta que llega a vosotros. Cada bombón es hijo de manos artesanas, sin más. Y cada uno es la manifestación del capricho que tenemos reservado para ese día. Así combinamos frutas, licores, frutos secos, notas de flores, de chocolates rubios y blancos, crocantes, azafranes, canela y pimientas de diferentes características. Otoño es tiempo de turrones de chocolate, y en el obrador de la horchatería se les da vida, y además, un nombre y apellido, porque cada uno lleva manuscrito el sabor que le da vida e identidad.
El otoño anuncia la llegada de las tardes cortas, y algún frío. Tardes de capuchinos, de cafés bien calientes, de chocolate en taza y melindros, de gofres y de amigos que se regalan una hora de encuentro, un ritual casi obligado antes de entrar antes a casa. Pero no hay frío que pueda con ese encuentro fugaz en la horchatería aunque más no sea para dejar un saludo y cuatro sonrisas (como si fuera poco). Esto es costumbre de barrio y lo sabemos todos.
En otoño comienzan a llegar los correos de los amigos de otros lados, los que estuvieron de paso, los que se fueron por un tiempo, los que no saben si regresarán. Los amigos que vienen en los veranos, y basta mirar las fotos de su corto paso por Poblenou, para que nos hagan llegar su cariño y su nostalgia. Es que Poblenou es diferente. Todavía flota en el aire ese pasado de fábricas grises y trabajo por donde pasaron los bisabuelos, los abuelos o los padres. Todavía hay indicios de barrio verdadero, con sus sedes culturales, con sus bibliotecas vivas, con su cultura que oscila entre el resistir y el glamour post olimpíadas. Todavía los vecinos no han perdido el orgullo de ser barrio y de cultivarlo. Todavía estamos felices de vivir en este lugar único y especial de Barcelona. Porque en Poblenou no hay desertores. Nadie quiere marchar.
Como el barrio, en cada estación la horchatería cambia su piel. Y cuando estamos cerca de Nadal, todo el barrio comienza a buscarse, a reunirse como si las fiestas obligaran al encuentro, como si recuperamos de repente la memoria de buscarnos, y comienzan las actividades de las fiestas, los regalos, y las reuniones en la esquina más visitada de Poblenou.
Otoño, el de las medias tardes, el de las intensas mañanas soleadas, el de trabajo intenso, el de las ventanas iluminadas desde temprano, el de mayor intimidad, el de pocos turistas, y más de nosotros, el de los gritos de los niños que salen de la escuela, el de dejar el verano atrás con una penita pena teniendo ese mar tan cerca cómo puede ponerse tan lejos, otoño el de cumplir la larga lista de obligaciones que nos fijamos en el verano, otoño , momento en que el Tio Che siente que a sus ciento un años no hay que dejarlo tantas horas fuera, que no pasa nada, pero que los años traen lo suyo, y la brisa que viene del mar trae un pelín de frío.