La horchatería desde ahora tiene otra sonrisa. No exhibirá más esa sonrisa desdentada, que le daba una vejez sin dignidad. El hecho de tener 106 años no significa cultivar el feo, porque como dice el horchatero, aquí vamos de guaperas. Luego de dejarnos la piel viendo cómo recuperar las mesas frente a la rotonda de toda la vida, la de la tradicional esquina más dulce de Poblenou, y gracias a los numerosos apoyos de vecinos y comerciantes, hemos obtenido algo de lo que perdimos. Lejos de estar en contra de la decisión de ordenar la legislación sobre las terrazas, porque era necesaria, las formas dejaron mucho que desear.
Desde ahora, unas pocas mesas delante de la tienda, vuelven a recordar que este es un lugar de amigos, donde cada día, se viene a hacer barrio. La horchatería es un modo de construir memoria, de reconocernos, de enraizar, porque pocos barrios tienen la historia de Poblenou y El Tío Che la guarda como un tesoro.
La horchatería El Tío Che, no es sólo un lugar de caprichos, sino un emblemático paisaje que lleva en la memoria a cinco generaciones de poblenovinos que vinieron con sus abuelos a saborear su primera horchata, a encontrar al amigo, a la vecina, al médico del barrio, a la maestra y al chico que mola. Y después vinieron con sus padres, con sus hijos y sus nietos. Compartieron sabores y aromas. Historias, amores y desamores. La vida misma.
El horchatero centenario ha vivido pensativo estos meses, y hoy, con las pocas mesas que ha recibido se alegra. No son todas ni es la solución, sino algo parecido a una reparación simbólica. De hecho, no podrá dar satisfacción a todos los clientes, no hay lugar, pero al menos la sonrisa de la tienda centenaria recupera un poco de su glamour perdido. Sin ser la que fue, comienza a recuperar vida. Vida no es solamente la sonrisa física, como pretenden las publicidades de pasta dental, porque, para ser sinceros, en un año hemos perdido las ganas de reír. Al faltar mesas se redujeron colaboradores, para ser más claros, varios quedaron sin trabajo, algunos productos no se pedían y también bajaron nuestros ingresos. Porque servirse todo de pie es imposible.
Pero lo más doloroso ha sido ver cómo una medida, sólo una medida, meditada a medias, ha provocado una grieta en el barrio. De pronto, un barrio orgulloso de su rambla, sus lugares de encuentro, su playa, su vermut y su gente de toda la vida, se encontró dividido. Y tal vez no en las ideas fundamentales sobre cómo queremos que sea la ciudad, porque, ¿A quién le gusta un barrio gentrificado? ¿A quién le interesa que los vecinos se vayan del barrio porque no pueden afrontar sus alquileres? ¿Que los vecinos no puedan dormir en el verano por la negligencia de algunos bares que incumplen las normas? ¿Que se repartan licencias como arroz? ¿Que el barrio se llene de bares de paella plástica? ¿Qué el barrio pierda su identidad?
Suponemos que a nadie. Pero las condiciones de vida de la gente merecen cuidado, respeto y conciliación. Había que tomar medidas, nadie lo ha dudado, algo había que hacer, y se tiene en cuenta que la gestión de gobierno es para todos, no para un sector, y no ha de ser fácil conformar a todos por igual. Pero en este caso, nos vimos perjudicados, no así los especuladores, a juzgar por el subidón de los precios de la vivienda. Los que perdimos fuimos los pequeños, los pequeños comerciantes de proximidad, que ya nos toca actuar en el desamparo ante las desigualdades de los centros comerciales, desprotegidos de medidas que apoyen realmente al comercio de barrio.
Otra vez, los pequeños fuimos la variable de ajuste, porque algo había que hacer. Esta vez nadie ganó, y un año después, otra vez, algo hubo que hacer para achicar el descontento. Esperemos que esta vez, el algo que se haga sea meditado, sea racional, y sea con el tiempo suficiente para analizar cada uno de los casos. No somos todos iguales y no viene sólo de poner o quitar mesas, porque así como nosotros tuvimos que ceder ante las necesidades reales en función del ganar- ganar, (para que todos ganen, también se debe perder), otros deberán ceder. Otros deberán sincerar su situación. Porque no se puede crecer de cualquier manera. Por que así como nosotros apostamos a una marca y aun trabajo de hormiga, durante más de un siglo, otros eligieron crecer saltéandose las normas básicas del buen comercio y la buena vecindad, haciendo lo que daña al barrio: supermercados de 24 horas, restaurantes de pésima calidad y para bajar costes abrir varios al mismo tiempo. Esto no nos hace mejores. Ese es el comercio que pasa de ordenanzas, el que no cuida al barrio, al que no le importa estar hoy aquí y mañana allá. Y cuando se debe ceder para que pululen comercios de oportunidad, en nombre de que son pequeños, es que comenzamos a perder todos. No todos somos lo mismo. Porque ese comercio no está para mejorar la vida del barrio, de los vecinos, ni de la ciudad. Es el comercio que no da nada. El que pretende salvarse solo. El que no crea barrio sino miseria a futuro.
Tenemos cuatro mesas delante de la tienda. Después de un año de idas y venidas, recuperamos cuatro mesas. Cuatro y una tristeza que, queremos creer, se irá yendo de a poco. Y como a veces la memoria puede fallarnos, eso es bueno para olvidar enojos. Porque como dice el anciano horchatero, El Tío Che, después de 106 años no sólo es de la familia Iborra, es del barrio y de la ciudad. Y no es la primera vez que apretamos los dientes con fuerza para no bajar los brazos. Venimos de alicantinos duros, de aquellos que con cuatro chufas vinieron un día a decir a pie de calle, Che Prova. Y aquí estamos. Todavía hay Tío Che para rato.
FELICITATS, SALUD I FORÇA