Todos quedaban fascinados ante tamaña figura. Su atracción era infinita y, como pequeños robots, avanzaban a pasitos cortos y con los brazos en alto, suplicando, pidiendo, clamando, que el Santo Ché les concediese el milagro de un helado.
Muchos lloraban y chillaban histéricos. Su sola presencia, muda y hierática, les trastornaba. Los más atrevidos, en brazos de sus padres, alargaban sus manitas con la intención de tocarlo…
Era el fervor.
La leyenda había comenzado cien años atrás. Se decía que el tío Ché era un obrero de la horchata, un artesano, cuya fórmula -como todo lo que perdura en el tiempo- era única. El hombre tenía el carácter y la fuerza para llevar adelante un proyecto de vida: hacer más dulce la existencia de los demás. Ni mucho menos podía imaginarse que su dedicación sería cada vez más valorada y demandada. Jovial y emprendedor contaba, sobre todo, con su honestidad. No había escollo que pudiera con él. Siempre, con su habitual filosofía y sabiduría de la vida, se limitaba a sonreír y a seguir trabajando.
Trabajaba sin descanso durante horas; de día y de noche.
Endulzar la vida de sus congéneres era cada vez más complicado, sobre todo porque el mundo se iba volviendo más loco de día en día; y había guerras, y bombas, y refugios antiaéreos, y miedo, y hambre, y penas, y pérdidas…; y la gente corría de un lado a otro, despavorida, desubicada, tratando de encontrarse y de encontrar un motivo para seguir la vida. Sin embargo, él, continuó trabajando sin desalentarse, a sabiendas de que después de la tormenta viene la calma y de que el hombre, por naturaleza, necesita el placer y que éste empieza, desde bebé, en el pezón de su madre y en su propia boca. Así que él, continuaba como si nada, con el proceso de remojar las chufas y de cuajar los sabores con la intención de reproducir, en cada uno de sus convecinos, el recuerdo atávico de su primer sorbo de vida. La demanda era tan grande, que el tío Ché se fue recluyendo cada vez más en su obrador…
Y así fue como, sin darse cuenta, la gente dejó de ver al artesano y empezó a recrear la leyenda. Los años fueron pasando y nadie supo nunca de dónde salía tal cantidad de horchata ni de helados, pero se comentaba que, casi con toda seguridad, el tío Ché, desaparecido mucho tiempo ha, seguía controlando y vigilando atentamente todo el proceso.
El Santuario se hallaba situado en la confluencia de una rambla y una calle, cuyo trasiego hubiese sido más bien nulo a no ser por la cercanía del santo lugar. Un día, en la misma esquina, sin saber cómo ni por qué, apareció la figura. Cual estatua de Lot, era la viva estampa del Tío Ché. La misma sonrisa, la misma mirada. Los parroquianos, necesitados de un tótem a quién adorar, lo reconocieron y lo aceptaron como suyo. Era él, no cabía duda: el que endulzaba las vidas, el que reunía las familias, el que te aportaba la seguridad de encontrarte en el lugar adecuado y, además, protegido. Así que, sin más dilaciones, fue adoptado por el barrio. Con el tiempo, al santo le colgaron diferentes exvotos: un pañuelo en el cuello, otro en la cabeza, unas gafas de sol, una bufanda…; señal inequívoca de que le atribuían poder para sanar.
Así, en ese devenir cotidiano, la vida giraba en torno a un ángulo de dulce de leche, chocolate, vainilla y, sobre todo y ante todo, de fresa. A pesar de la dificultad fonética que supone para un niño de tres años pronunciar el grupo consonántico /fr/, todos, incluso los más tímidos y apocados, lo articulaban correctamente. De “FRE-SA”, decían con total aplomo. Y entonces el chico del delantal negro y ojos color caramelo, les señalaba un cornete de varios tamaños. Era evidente que, cegados por la gula y la lujuria que eso les provocaba, demandaban el más grande, aunque luego, al cabo de pocos minutos, el cucurucho acabase estrellado en la camisa o el vestido del pariente más próximo. Eso no importaba. Lo realmente importante en sí, era el ritual de pasar por ese altar de colores, sabores y fragancias varias, y señalar con el dedito, cuál era el objeto de su deseo, y a continuación exigirlo: de “FRE-SA”.
El niño de la levita de colores se paró delante del Santo. No había sido el único. Era obvio. Sin embargo, aquel día, sí fue diferente. El niño de la levita de colores salía de representar la función escolar y su madre le había dejado el disfraz puesto. Era una concesión. El niño de la levita de colores, era sordo; desvinculado del mundo de las risas y los llantos, de las palabras, de la dulzura de las canciones de cuna. El niño no oía. Algo, durante su nacimiento, tronchó definitivamente su conexión con la vida. Los médicos dijeron que había sido un problema de anoxia. Su cerebro, todavía inmaduro, no había recibido el oxígeno suficiente para poder funcionar. Los padres le habían procurado los mejores médicos y logopedas para su rehabilitación, pero fue inútil. Y ahí estaba, parado delante del santo. Sus ojos, de un azul metálico, estaban como paralizados. Su boca, abierta en una exclamación muda, presentaba un hilo finísimo de baba que le caía por un lado. En su terrible silencio, el niño, como todos, adelantó su bracito y señaló. Los padres, sentados en la mesa de al lado, junto a otros padres, hablaban y conversaban distraídamente. Habían integrado la situación de su mudez y de sus gestos y, debido a la algarabía que imperaba, no prestaron demasiada atención al payasito mudo que movía los labios y parecía hablar con el santo. Durante unos minutos, nadie se dio cuenta…; bueno, nadie excepto el padre, cuyo sentimiento de culpa lo mantenía atento y clavado a su impotencia. Reparó en lo que en un principio parecía imposible. Su hijo, plantado delante del santo parecía mantener un diálogo con él y le sonreía; incluso parecía dominar su carcajada. Estaba alegre y divertido, y, ante el estupor de todos los presentes, dijo con voz clara y potente: de “FRE-SA”.
Joana Fuentes
(Bebedora de “blanco y negro” y escritora ocasional).
Barcelona, 30 de junio de 2013.
Macooooo!!!!!
Gracias Angels!
Qué historia tan entrañable! 🙂
La verdad es que es preciosa. Muchas gracias por valorarla.