barrio fotoEl horchatero centenario ha entrado en un profundo silencio. Ve el frente del local, ahora sin mesas, y sólo se hace una pregunta. ¿Quién gana con esto?

Una ordenanza decidió responder al clamor de los vecinos. No botellones, no turistas desconectados del entorno, no noches en vela, porque en Poblenou, en el barrio de Poblenou somos gente de trabajo. Y como todas las leyes no siempre son justas para todos.

El horchatero centenario se entristece al recordar cómo era el barrio cuando llegó. Un lugar que nadie quería para vivir, del que todos querían huir. Un lugar que era cama, trabajo y obligaciones. Poca vida en familia porque tiempo libre, lo que se dice libre…

El recuerda cómo se agigantaba su cielo de La Nucía, el pueblo alicantino,  en medio de esas nubes de humo, ese vapor de chimeneas y esa niebla de olores tóxicos. ¿Entonces quién quería al barrio?

Todavía siente el estruendo que interrumpió la hora de cena de ese 4 de marzo de 1938. Ese ruido de muerte que estremeció los cuerpos. Ese temblor que derribó su casa. Y quitó vidas, y sembró el terror para siempre. Y el agradecimiento, porque no faltó vecino que levantara colchones, que sacara muebles entre los escombros, para que la familia Iborra y tantas otras,  pudieran cambiarse de casa. Así es como llegaron a la esquina que les devolvió la vida. Si era de valientes vivir en Poblenou y plantar cara. En esos tiempos, la gente huía del barrio, había que estar un poco loco para resistir. O enamorado de lo que se había conquistado. Porque los helados, entonces hechos a mano,  y las horchatas, enfriadas entre enormes barras de hielo,  eran el gran entretenimiento, la excusa para dar un paseo por la Rambla, la salida del domingo. Casi la única.

De ese barrio del que nadie quiere acordarse, vino otro que trajo orgullo, aunque los urbanistas pusieron el grito en el suelo porque con las olimpíadas la especulación fue la verdadera ganadora. Qué nos venían a decir cuándo por fin íbamos a disfrutar de un mar que no nos daba las espaldas, de paseos por la playa, de espacios verdes para llevar los nanos, a quién le importaba tanto la especulación frente a tanta mejora. Porque convengamos, hay que ser muy grandes para no dejarse atrapar por una nueva cara de barrio que no fuera sólo el trazado oscuro y maloliente que conducía a los vecinos con maníaca rutina de la fábrica a la casa. ¿Quién puede negar que sentíamos sembrada una promesa?

Aunque todos sabíamos, Poblenou no es barrio de ingenuos, que junto al impulso del sector turismo, servicios, industria informática e investigación científica había otro afán, el de obtener recursos rápidos con la especulación inmobiliaria. Y esto fue el Forum y las Olimpíadas de 1992. ¿Pero esto era nuestra responsabilidad? ¿Trajimos nosotros los rascacielos, los hoteles de lujo? ¿Cerramos nosotros los talleres pequeños como los de Can Ricart? Si ante cada cierre venía una nueva vergüenza. ¿Nos consultaron sobre la plaza del Prim? Nuestro estimado y cliente amigo de la horchatería, Huertas Clavería, lo vio venir, con su mirada anticipatoria:  él clamaba por una  “suspensión durante un año de las licencias de construcción, la protección del casco antiguo y la inmediata y decidida intervención municipal que evite la desmedida especulación que arrasa con la historia del barrio, y sus viejos pobladores”. Él decía que la resistencia de los vecinos de Poblenou estaba destinada al fracaso. “ Poblenou con los rascacielos, los hoteles, el puerto deportivo, el zoo, la zona universitaria, el palacio de convenciones, la viviendas de lujo, la industria del conocimiento del 22, el parque de investigación Biomédica, el Centro Diagonal Mar, se convertirá en un barrio residencial de lujo, caracterizado por una población de universitarios, turistas, amarristas de yates, congresistas, profesionales altamente calificados, domingueros del resto de la ciudad, de renta más elevada que la actual, filtrada a través de los precios de las viviendas, los servicios, la seguridad y la calidad de las nuevas e inasequibles viviendas para los antiguos moradores”. Tal vez sin conocer todavía la tan remanida gentrificación, término tan en boga en estos días pronosticaba:   “los viejos vecinos morirán y sus descendientes se verán obligados a marchar a otros sitios o serán una minoría marginal en su propio barrio”.  Vaya visión, familia. Y así estamos…

Así fue esta crónica de una muerte anunciada, se dice el horchatero centenario, y hoy, los comerciantes del barrio, los de toda la vida, los que resistimos, los que compramos en el barrio, los de las pequeñas tiendas que enfrentan como quijotes a las grandes superficies, los que nunca dijimos no a colaborar con las luces, las fiesta y cuanto emprendimiento hubiera que llevar adelante, los que siempre estuvimos y estaremos al lado de las organizaciones de barrio, con los vecinos, sin condiciones, hoy nos resistimos a dejar caer los brazos. La esquina más dulce del barrio, la esquina emblemática, corre el riesgo de ser destrozada por la urgencia y la presión de hacer algo, de tapar el sol con un dedo, de tomar medidas sin medir con el corazón las consecuencias. ¿Quién gana con una tienda emblemática cerrada? Porque, y haciendo honor a la verdad,  esta esquina no es sólo de la familia Iborra. Esta esquina es del barrio. De la ciudad. Del mundo.