
El jamón entre romanos.
El anciano horchatero se pregunta qué nos pasa con el jamón, porque, según él es una verdadera obsesión. Cuando lee que mediterráneo y jamón son la misma cosa se da cuenta que lo llevamos en los genes. Para entender esta memoria instalada en nuestro paladar siempre con mono de bocatas rebozantes de jamón hay que pensar en los ancestros íberos y romanos, porque de verdad, sabían demasiado, esto según versión del horchatero centenario: Los primeros cerdos (sus scrofa domestica) aparecieron a inicios del Neolítico, y desde entonces el cerdo es el superstar y el rey del mambo, porque, tal como ahora, la población necesitaba proteínas para seguir su evolución. Pasó a ser un animal doméstico, lo producían en la granja, y los llevaban a pastar al bosque, y ahí se daban un festín de bellotas.

Monedas con forma de jamón
¿Pero qué hubiera sido del jamón sin la sal? Con su descubrimiento en el neolítico y su aplicación en la salazón en la Edad de Bronce, (800 A.C) nace el jamón salado y ahumado, como lo conocemos ahora, y no entendemos porque no es la octava maravilla del mundo, porque bien se lo merece. Con jamón en mano, comienza la colonización de Europa, ahora sí había algo para ofrecer, deseable, diferente, único y se podía mantener en el tiempo. Con el jamón hasta el fin del mundo.
En Tarraco se encontró un jamón fosilizado de casi dos mil años, aunque se cree que del jabalí también hacían sus jamones. En tiempos prerrománicos en la península Ibérica, se producían cantidades elevadas de cerdos y con justicia el jamón- jamón se llama ibérico, los íberos comerciaban jamón, embutidos, aceite de oliva y vino. Mira si era apetecido el cerdo que en tiempos de Agripa y Augusto las monedas tenían forma de jamón. ¡Eso! Pero han ido más lejos en su devoción cerduna: las medallas consulares que representaban a legiones militares lo llevaban como motivo. Es que entre nosotros: ¿quién puede resistirse ante semejante exquisitez? Si por él hasta los vegetarianos pierden la forma, y encuentran mil justificaciones para explicar que una cosa es ser sanito y compasivo con los animales, y otra muy diferente es el jamón. Imposible resistírsele.
Los cocineros, «coquus», que en tiempos romanos eran esclavos prestigiosos, tenían que hacer el trabajo sucio: primero faenar al cerdo, luego a la salazón del divino cochino. Pero como el jamón era a todas luces una gozada para el paladar y para los buenos negocios, hubo jamoneros especialistas: «vicarius supra cenas». Estos cocineros eran una suerte de hermanos Roca, paladares especiales que mimaban a quienes podían permitirse el lujo de poner en su boca un trozo de jamón, un trocillo, porque imagina que no producían a la escala de los 5 jotas. Acaso el jamón no es para reyes, categoría que gracias a la democracia nos dio algunos goces y ¡que nunca nos falte el jamón!, ay Virgen de los Sabores y los Amores. Ellos, como nosotros, no sólo se deleitaban con jamón, también con lomos, cabezas, costillas y tocino. Lo mismo que ahora, pero para pocos. Las Galias y los iberos hicieron fortunas con el jamón de Pamplona, cuyo prestigio subió como la espuma.

Jamón en la Edad Media
En tiempos de la República se consolidó en la vida de los romanos: comían pan, polenta y jamón del país. “Nunca, diciendo que el frugal Ofellus he comido en días, aparte de verduras con jamón ahumado uno corvejón.” Y en las calles de las ciudades se venden «salsamentarri, sal y botulari, que son embutidos. El jamón tenía quien le escriba: el poeta Plinio dice que la carne de cerdo no tenía un sabor sino 50 diferentes. La primera receta de cómo hacer un jamón salado y ahumado ya data de este tiempo. Y otro poeta, Varro, se va en loas a los jamones Comacina (Narbona) y Valencia; el gastrónomo Apicio se refiere a la corteza del jamón como parte de la alimentación de los romanos. El bienamado jamón se exportaba a las provincias del Imperio, en el Edictum de Prettis de Diocleciano, (S.III) una paleta valía 20 denarios. Homero en la Odisea canta a cerdos bajo los robles, donde se hartan de bellotas y dan un buen tocino. El poeta Filoxeno Citera evoca los “jamones cubiertos con su corteza blanca” en los banquetes del tirano Dionisio de Siracusa.
Nada ha cambiado, sólo que ahora hacemos selfies para Instagram cuando la vida nos regala un bocata de jamón de esos buenos, buenos. Los monjes medievales no se cortaron. En sus despensas había algún pernil para felicidad de los habitantes del monasterio y caminantes que pedían pernoctar. Tal vez caminaban para llegar al jamón, acaso no es motivo suficiente para hacer kilómetros y kilómetros. Los mejores jamones venían de Pamplona, Cantabria y Cerdeña. Durante el medioevo el cerdo aparecía en la decoración de las iglesias como el portal de la catedral de Santa María Oloron tallada en 1120 y en las pinturas del Panteón de los Reyes de León. A finales del s. XIII l se ven rebaños de cerdos pastar en alcornocales y encinares, y así se colonizan las dehesas que continuan en la actualidad. En el Arcipreste de Hita aparece la importancia que se le da al jamón, e incluso, en tiempos de la inquisición los judíos, que tienen prohibido la ingesta de cerdo, lo saborean públicamente para mostrar su conversión. En el siglo de oro poetas y escritores, dejaron testimonio de las virtudes y cualidades de los jamones en diversas obras literarias: Miguel de Cervantes en el Quijote, Lope de Vega en sus comedias, Tirso de Molina, Góngora. Desde entonces en todos los pueblos de España se engordan los cerdos con los desperdicios del hogar, y se le lleva a pastar y comer al campo, para que se nutra de todo lo que encuentra y en especial en otoño con los frutos de encinas y alcornoques y la castañas de los castaños. El cerdo a diferencia de otros animales, se mataba en la calle con la ayuda de los vecinos. El sótano y el desván de casa eran los lugares destinados a maduracion y curación. En el XII y XIII en el sur había más espacio para cuidar a los portadores de tanto goce. Los campesinos acceden a la crianza y las matanzas, y producción de jamones y embutidos pasa a ser razón de estado. El jamón era considerado un signo de nobleza y quien se dedicara a faenar cerdos, y a prepararlo era parte de ese mundo distinguido. Esta tradición ha permanecido intacta hasta el siglo XX, y aún se realiza en ciertas comarcas como en la Sierra de Huelva con la misma técnica y el mismo ritual festivo que se realizaba hace siglos. En el libro El Cocinero de la Masía del parque, entrevistas realizadas por Nora Pojomovsky a Pedro Alonso, muestra cómo esta tradición continua hasta nuestros días: «En Salamanca, casi todos los días se comían garbanzos, con patatas, con berzas, con cardillos, con arroz y el tocino de cerdo. Vivíamos de la producción de cerdos. En invierno antes de navidad elegíamos unos cuantos, de esos grandotes, criados con bellotas, ibéricos, lo mejor que hay, se los metía en sal, los teníamos allí… O se los dejaba en aceite y adobo. Los cerdos estaban sueltos en el campo, comiendo bellotas y raíces. De las piernas se hacían dos jamones y a las paletillas se las guardaba en
sal para curarlas. No a todas se curaban unas y otras se usaban para hacer el salchichón. El salchichón de Castilla es muy bueno. Yo no había probado otro en mi vida, sólo conocía el mejor, entonces creía que todo era así, ese jamón, ese chorizo, ese salchichón. Cuando se hacían los embutidos era fiesta de la familia, duraba toda la semana. Era un montón de trabajo: faenar por la mañana, llevar la carne al veterinario, para ver si no había triquinosis. Esa semana el menú era ¡Cerdo! y lo que más me gustaba era la probadura; cuando ya tenían toda la carne picada por la máquina para hacer el chorizo, el salchichón, la aliñaban; eso era un arte, no era un trabajo cualquiera. En casa lo hacía mi abuela, mi madre y cada familia guardaba su secreto como un tesoro»
Si se te hizo la boca agua, en la horchatería te preparamos un bocata con un jamón excepcional en un pan crujiente y recién horneado y adiós mono.